viernes, 12 de agosto de 2011

CAPÍTULO VII: Playa tropiártica. Con el frío en los talones.

Proseguimos nuestro camino por carretera hacia Å, no sin antes detenernos en un hermoso paraje: la playa de Skagsanden (Flakstad). Es una larga y solitaria playa de arena blanca y aguas cristalinas que poco tiene que envidiar a las playas tropicales. Quizás sólo un pequeñísimo detalle. 

Decidimos dar un paseo a la orilla del mar, para ello había que cruzar antes un pequeño riachuelo, así que para no mojar las botas nos descalzamos. Al fin y al cabo era verano, tampoco podía ser tan terrible. Dani iba a la vanguardia, pues quería darse un baño, y nos esperaba ya al otro lado sonriente.

D: Venga, Bea, pasa que está caliente.

Beína con la mosca detrás de la oreja empieza a cruzar.

B: No se por qué me da que voy a soltar una…¡¡¡BLASFEMIAAAA!!!

Dicen que cuando el río suena agua lleva, pues cuando yo sospecho del río es porque está muy frío. El agua estaba gélida hasta el punto de sentir dolor. Un dolor que no volví a experimentar hasta que llegó el invierno (pero en versión seca). Ese tipo de dolor que te lleva a pensar: “Si me paso mucho rato con los pies aquí dentro creo que tendrán que cortármelos”. Sin embargo, la temperatura del agua no impidió que Dani se bañara en el mar dos veces. Debe estar hecho de otro material ultraresistente al frío. Parece un anti-Targaryen (referencia sólo apta para frikis de Juego de Tronos, como yo).

Tras los baños, los paseos, las fotos y el correteo decidimos dejar la playa a los turistas jubilados alemanes que acababan de llegar. Nos acercamos al coche poco a poco. Yo me quedé un poco rezagada porque siempre tardo mil años en atarme mis enormes botas. Fue entonces cuando vi algo muy raro. Era un hombre vestido con un mono azul que caminaba con paso decidido frente a mí. “A lo mejor es un pescador”, pensé, pero a medida que se acercaba pude ver más detalles. Detalles inquietantes. Tenía la cara desfigurada y poco amigable y además en la mano llevaba una especie de gancho o arpón, no sé muy bien qué era. Posiblemente era un utensilio de pesca, pero fuera lo que fuera era muy puntiagudo. Me empecé a poner nerviosa. Me había quedado sola. El hombre empezó a gritar enfadado algo incomprensible a alguien imaginario mientras agitaba el gancho con la mano. ¡Un loco peligroso! Pasé unos segundos de auténtico terror mientras caminaba lo más rápido posible tratando de evitar el contacto visual con ese tipo. Hasta que lo crucé. Se quedó atrás. No se dirigió a mí para nada. Se fue hacia los turistas alemanes y empezó a gritarles. Ellos se reían porque sabían que realmente era un animador de su excursión gastándoles una broma. Cuando por fin estuve con Dani me dijo que se imaginaba que era algo así porque lo había visto salir del autocar de los alemanes y que lo que llevaba era una careta.

Continuará.

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