domingo, 28 de noviembre de 2010

CAPÍTULO IV: Steinfjorden y el misterioso caso de las ovejas bañistas

En la mañana del 19 de agosto nos despertamos con las pilas cargadas. El sueño había sido reparador y la casa se veía más agradable y acogedora. Hacía sol, así que a Dani se le ocurrió que podíamos desayunar en la mesa que estaba fuera de la cabaña. Aunque en principio a algunos nos había parecido una idea un tanto surrealista resultó ser un desayuno de lo más agradable rodeados por la impresionante belleza del lugar. 

Nuestro plan para aquella mañana era relajado. Simplemente queríamos dar un paseo por El Fiordo de la Piedra (Steinfjord en noruego), que era donde nos encontrábamos. Así se lo contamos a Finn, el dueño de Torastua, que nos informó de algo interesante que veríamos en nuestro camino. Al parecer hace muchos muchos años (en la Prehistoria) el clima de la zona era más suave que ahora y por lo tanto hubo asentamientos humanos.

Así salimos alegres y abrigados a ver las maravillosas vistas. Pero, ¿era realmente necesario ir tan abrigados? Sí. No. Ambas respuestas son válidas. Es un híbrido de resonancia que pasa por diversas formas resonantes: chaqueta y todo lo demás, camiseta de manga corta, jersey y camiseta. Un extenuante cambio de ropa constante. Menos mal que algunos de nosotros encontramos formas de recuperar fuerzas, como Dani que se salía cada poco del camino a la caza de arándanos y yo reconozco que de vez en cuando también cogía alguno.


En nuestro camino nos encontramos algunos túmulos (muchas piedras amontonadas con aspecto de elemento funerario) y enormes piedras (o morrongos, como a mi me gusta llamarlos) que desafiaban a la gravedad y junto a estas otros elementos del paisaje Steinfjordano más llenos de vida. Las ovejas. Estos animalitos son una constante en estos parajes. Nunca sabes dónde te las vas a encontrar. En nuestro tramo por la parte montañosa las encontramos a la sombra de esas rocas que parecía que se iban a caer de un momento a otro.

En un determinado momento llegamos a un punto que conectaba la orilla con una pequeña península en medio del fiordo. Para llegar al otro lado tuvimos que atravesar un buen tramo de piedras de dudosa estabilidad. El 80% de las piedras se movían para donde les daba la gana y nadie cayó de puñetero milagro.

Entre las piedras, que eran el puente para no ir al agua, había basuras de todo tipo y procedencia llegadas gracias al curso de las mareas. Cuando por fin alcanzamos unas rocas más grandes y estables, ¿qué fue lo que nos encontramos? Ovejas en gang til (una vez más). Después de lo que me había costado llegar hasta ahí me hizo sentir estúpida ver que las ovejas estaban ahí tan panchas como diciendo con un aire de superioridad: Las he visto más rápidas.

 Una vez dejamos a las ovejas atrás continuamos caminando y caminando hasta el final de la península. La vista era maravillosa. Apoyados en una piedra que nos protegía del viento y el frío podíamos ver el mar abierto, que no es una cosa tan sencilla de ver en el país de los fiordos, y cuatro de las otras islas que componen el archipiélago de las Lofoten. El sol calentaba levemente haciendo que la temperatura fuera muy agradable. El sol. El mar. La montaña. La compañía. Fue uno de esos momentos para recordar. Estuvimos un rato relajándonos, tomando té, haciendo fotos al borde del abismo, simplemente disfrutando.

Cuando el hambre decidió que era un buen momento para regresar a Torastua dimos la vuelta. Atravesamos nuevamente las piedras movedizas dejando atrás a las ovejas. Las paradas en busca de arándanos por parte de Dani eran más frecuentes y los rugidos del estómago hacían que mi hermano y yo camináramos más rápido de lo habitual. Por fin alcanzamos la playa a través de la cual llegábamos a Torastua pero, ¿cuál sería nuestra sorpresa al ver lo que ahí nos esperaba? Allá en la arena estaban tumbadas unas ovejas tomando el sol. Una vez más la omnipresencia ovejil.

Preparamos la comida y la devoramos para recuperar fuerzas. De tarde nos esperaba Eggum.

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